He vivido unos años un poco alejada de las tradiciones de Semana Santa, o un mucho quizás. Pero este año he visto dos procesiones. Ha sido por casualidad y seguidas, una detrás de otra el Domingo de Ramos. Ya está. Y después de tanto tiempo, lo que más me sorprendió fue la falta de respeto generalizada que se respiraba en aquella esquina donde me ubiqué con una amiga, y no es que sea yo muy purista con estas cosas.
Quizás sería por el sitio, por la gente desconocida que me tocó en suerte tener alrededor o por la hora, el caso es que no hubo recogimiento, ni silencio, ni nadie detuvo su camino al paso de los titulares de las hermandades que pasaban en ese momento. Más bien al contrario. Tampoco es que la falta de respeto fuera aberrante: nadie gritaba, nadie insultaba, aunque empujar para pasar sí que empujaban, y hasta dando por hecho el permiso para ponerse delante. Lo de las pipas y las cervezas también depende de quién lo considere, a mí no me parece para tanto –bueno que las tiren al suelo sí-.
En fin, a lo que voy. Hasta aquí todo lo escrito es para decir que cuando leí el ataque de pánico colectivo vivido en Málaga el Lunes Santo al paso del Cautivo me dije: madre mía, cómo es el instinto básico defensivo cuando se activa el cerebelo. Y de hecho escribí un artículo sobre ese tema. Pero cuando conocí los hechos de Sevilla y consideré la intencionalidad, de pronto me transporté a mi esquina el Domingo de Ramos y me dije: en la base de todo, por muy diferentes que sean las consecuencias, está lo mismo: la falta de respeto. Y de verdad que no hablo del respeto a Dios, a las tradiciones o al Arte hecho paso. Hablo del respeto a los demás.
El problema es que no somos asertivos
Para mí el respeto es la clave de la convivencia humana, la piedra angular de la relación con nosotros mismos y con los demás. Y ese punto medio en el que encontramos el sano equilibrio entre el respeto al otro y a uno mismo se llama asertividad.
Si miramos el respeto en el dial de las relaciones humanas, vemos que nos movemos entre dos puntos opuestos. En un extremo está el “me respeto únicamente a mí y no respeto en absoluto al otro”, y en el otro extremo está “sólo respeto al otro, yo no importo nada”.
En el primer caso tenemos las conductas agresivas. En el segundo, tenemos las conductas pasivas. Sólo en el punto medio de ese dial, en el equilibrio entre el respeto a los demás y a mí mismo, es donde tenemos las conductas asertivas, esas que nunca provocan estampidas de pánico humanas intencionadamente.
Y ya puestos, la asertividad también pediría permiso para pasar, consideraría que no es muy justo llegar el último y colocarse delante, tendría cierto miramiento con los que están en actitud de recogimiento mientras se toma una cerveza y charla con sus amigos, no destrozaría la estampa del paso cofrade pasando por el medio del cortejo de penitentes, se apartaría para fumar y, en un exceso de sensibilidad ciudadana, llevaría una bolsita para las pipas.
Lo dicho. Una cuestión de respeto.
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