Viernes, 14.00h de la tarde.
El presentador lleva una corbata elegante y un traje cortado a medida. Su compañera, un vestido ceñido. Quizá un poco excesivo en la parte del escote. Si él lleva maquillaje, no se le nota. A ella sí. Las pestañas negras como el carbón hacen juego con sus relucientes tacones. Él lleva zapatos planos, parece más cómodo.
A pesar de las diferencias, hay algo que tienen en común: todas las noticias que locutan hablan de la ciudad: la obra de teatro a punto de estrenarse en Gran Vía, la reyerta entre bandas callejeras, las quejas de la ciudadanía por las obras del metro.
Fuera de la pantalla, la televisión ilumina una estancia de azulejos cuadrados, cocina económica y tira adhesiva para moscas bajo la lámpara de fluorescentes.
La abuela, bata de cuadros, chaqueta de lana y zapatillas, pela patatas con las manos curtidas por la azada. Entrando y saliendo de la habitación, su hija de mediana edad pone orden y limpia un poco, mientras hace tiempo para conducir hasta el pueblo y recoger a los chavales del instituto. En ese mismo instante, la nieta mayor entra por la puerta, con el estómago suplicante de tortilla de la yaya después de 3 horas de autobuses desde la universidad.
El contraste entre las dos realidades (la de dentro y la de fuera del televisor) es un abismo. Pero es también el reflejo de nuestra perspectiva como sociedad.
Vivimos asumiendo una realidad impostada: androcéntrica y con el foco puesto en la ciudad (“donde pasa todo”), dando la espalda a lo que ocurre fuera de la perspectiva masculina y urbana.
Y así, sin darnos cuenta, relegamos a la parte oscura de la realidad a las mujeres rurales.
La mujer rural: una realidad invisibilizada
Son ellas quienes se ocupan de cuidar a grandes y pequeños en espacios a los que los servicios públicos no llegan, quienes sacrifican sus vidas laborales y su libertad económica por trabajos familiares informales, esenciales para el abastecimiento de la ciudad (a pesar de estar sobrecualificadas), o quienes sufren esas injusticias en silencio, pasando por episodios de frustración y culpabilidad.
Y es que las mujeres rurales tienen demasiado en el plato.
En AlmaNatura es algo que vemos cada día en nuestros programas de formación y emprendimiento social rural:
- Mujeres que no tienen con quien dejar a sus hijas e hijos para formarse durante unas horas porque no disponen de guarderías o actividades extraescolares cercanas.
- Mujeres que tienen que irse de un curso a la mitad para llevar al médico a una persona mayor.
- Mujeres que, a la vez que estudian, deben estar pendientes de alimentar a sus animales, preparar la comida del día siguiente o recorrer 30 kilómetros hasta el supermercado más cercano antes de la hora de cenar.
El medio rural: ¿quién aporta los cuidados en un espacio envejecido?
La familia de nuestra historia tiene suerte: la abuela todavía puede plantar patatas y dorarlas en aceite hirviendo.
De hecho, es probable que ella misma ejerza como cuidadora de su marido, como explica este estudio de Abellán y Pujol: “La persona que fundamentalmente cuida de los hombres mayores con dependencia es su cónyuge, seguida de su hija”.
Pero pronto esa abuela también necesitará ser cuidada.
Y, mientras tanto, precisa de alguien que le acompañe a las visitas al hospital o que se ocupe de conducir hasta la farmacia y recoger sus medicamentos.
Ese alguien será, probablemente, su hija. Ya que el 84,7% de las mujeres que conviven con una persona dependiente ejerce el rol de cuidadora principal, frente al 44,3% en el caso de los hombres.
Y es que en un medio rural envejecido (en el medio rural la población mayor de 65 años representa un 23,8% del total, frente al 18,4% de la ciudad) y falto de los servicios básicos son ellas quienes toman las riendas de los cuidados a mayores.
El trabajo invisible y su valor real
Pero la hija no solo se ocupará de cuidar a su madre. De hecho, se ocupa de todo.
Es probable que además de estar al lado de sus mayores, tenga que cuidar a su propia descendencia, encargarse de las labores del hogar, así como de una parte importante del negocio familiar. Sobre todo si hablamos de empresas de agricultura o ganadería.
Todas esas responsabilidades y la carga mental que conllevan, así como la falta de oportunidades laborales en los pueblos, impiden a las mujeres desarrollar una carrera fuera de casa y, por tanto, lograr una independencia económica. Lo que, como explica este informe sobre mujeres rurales emprendedoras y TIC, influye en su autoestima y autopercepción.
Es decir, las mujeres rurales no paran de trabajar pero nadie reconoce ese trabajo.
De hecho, no hay ningún país del mundo que cuantifique oficialmente los servicios domésticos no remunerados. Esta falta de datos es, según la periodista especializada Caroline Criado-Pérez: “la mayor de todas las brechas de datos de género”.
Un porcentaje demasiado alto para que no importe nada.
Las consecuencias: la huída ilustrada y el círculo vicioso de la despoblación
Pero no solo la abuela y la hija sufren las consecuencias de la desigualdad e invisibilidad de la mujer en el entorno rural.
La nieta es la protagonista destacada de otra historia: la de la “huída ilustrada”.
Las mujeres rurales más jóvenes, que han tenido acceso a formación y han visto a sus madres y abuelas sacrificarse a cambio de casi nada, salen a estudiar y ya no regresan.
Pocas son las que se quedan en las aldeas y pueblos. La mayoría, acaba su formación, consigue un trabajo en la ciudad y solo vuelve de visita.
Y este es el verdadero drama del medio rural: porque sin mujeres jóvenes, los pueblos se vacían.
En la actualidad, el índice de masculinidad en los municipios del medio rural es de 103,4 hombres por cada 100 mujeres. Un porcentaje aún más acusado en los pueblos más pequeños, en los que el número sube hasta 105,8 hombres. En la ciudad ocurre lo contrario: hay más ellas que ellos.
Pero es importante notar que, de esas 100 mujeres, la mayoría son mayores, puesto que hasta los 65 años el medio rural está muy masculinizado.
Esta falta de mujeres en edad fértil provoca que las tasas de nacimientos en el rural sean cada vez más bajas, y se retiren servicios como colegios o centros deportivos, lo que hace aún más difícil retener y atraer población. Es una suerte de círculo vicioso que nadie sabe cómo parar.
La solución: el empoderamiento real de la mujer rural
Pero después de tanto dato negativo, tenemos una buena noticia: las mujeres rurales están dispuestas a emprender para quedarse en sus pueblos. Y, a pesar de las dificultades a las que se enfrentan, ya lo están haciendo.
Según el Plan para la Promoción de las Mujeres en el Medio Rural (2015-2018): “el 54% de las personas que deciden emprender un negocio en el medio rural son mujeres, frente a un 46% de hombres; mientras que si hablamos del mundo urbano, el porcentaje de mujeres empresarias desciende hasta el 30%, frente al 70% de hombres”.
Además, el 79% de las empresarias rurales eligen iniciativas que diversifican los recursos del medio rural más allá de la agricultura y la ganadería, apostando por sectores como el ecoturismo, la artesanía o la transformación de productos autóctonos.
Las mujeres rurales apuestan por el cambio, solo necesitan apoyo.
Y para ello, como sociedad, necesitamos actuar en varios frentes:
- Visibilizando y poniendo en valor el trabajo de la mujer rural para la sociedad en general.
- Educando a las personas que ya viven en el rural (mujeres y hombres) en igualdad de género para combatir los roles tradicionales.
- Facilitando servicios de cuidados públicos allá donde no llegan.
- Fomentando la creación de nuevas oportunidades laborales de perfil medio-alto cerca de los pueblos (que la única salida para conseguir un buen trabajo en el medio rural no sea opositar).
- Promoviendo la independencia económica de las mujeres rurales a través de programas de emprendimiento e innovación.
Solo así, parafraseando a Lucía López Marco y María Sánchez, “sacaremos de la umbría lo que no se conoce y valoraremos unas manos que trabajan pero que, a vista de muchos, siguen siendo invisibles”.