Manuel Martín Bolaños fue un insigne ingeniero de montes onubense de mediados del siglo pasado. Hoy me acuerdo de él porque quiero escribir sobre la importancia del cuidado y mantenimiento de lo rural para garantizar la calidad de vida de todos y cada uno de nosotros, incluidos los urbanitas que nos acercamos al monte algún que otro domingo. Ahora verás por qué me acuerdo.
Decía Martín Bolaños con un criterio y un sentido común demoledor, que si del valor de los montes forestales se beneficiaran todos los vecinos de sus alrededores, no habría incendio que durara ni cinco minutos. Para mí este pensamiento es muy evocador porque encierra algo inherente al ser humano y habla de una verdad irrefutable: que el instinto de protección surge cuando no queremos perder algo que nos importa y nos sirve o lo consideramos útil. Por lo tanto, la mejor forma de garantizar el cuidado de algo es conseguir que lo consideremos valioso e importante, y que nos sirva para algo.
Parecería fácil ¿verdad? Cómo no considerar valioso o importante el Parque Nacional de Doñana, o la Sierra de Aracena, o, allende Huelva, el Parque de Ordesa y Monte Perdido, Monfragüe, las Tablas de Daimiel… y un largo etcétera de joyas naturales de este inmenso, diverso y maravilloso país.
Pues la realidad es que no es fácil, ni muchísimo menos, y de hecho la mayor parte de las joyas naturales de nuestro país están en uno u otro nivel de peligro. ¿Se supone que no las consideramos tan valiosas o importantes? Yo me atrevo a concluir que lo que pasa es que no alcanzamos a ver la grandeza de su utilidad real, tontos de nosotros, y opino que el estado en el que se encuentra nuestro entorno natural es una consecuencia en gran medida del abandono de nuestros pueblos, esa creciente y sangrante lacra social.
La clave está en reconocer y valorar los intangibles
El entorno rural es el gran generador de los beneficios que disfrutamos todos, también en las ciudades. Yo diría que sobre todo en las ciudades. Lo que pasa es que los más importantes son los que denominamos intangibles, esos que no se pueden tocar, y ahí tenemos un problema de falta de fe como santo Tomás. El resultado es que cada vez damos más cosas por hecho.
Por eso nos suelen gustar más los muebles de madera, los productos naturales o las verduras frescas de la huerta. Buscamos en nuestros proveedores habituales de carne el cerdo ibérico, si es posible el que ha corrido libre en montanera los últimos meses de su vida. También nos decantamos por los huevos de las gallinas que no han sido hacinadas y maltratadas toda su vida. Muchos nos preocupamos de todas esas cosas, y lo incluimos como criterio en el ejercicio de nuestra compra.
Sin embargo, en lo que a nuestras conductas se refiere, parece que creamos que la calidad del aire viene por defecto al abrir la ventana o que el agua sale de los grifos por arte de magia. Nos paramos poco a pensar si la masa arbolada influye o no en la atracción de la lluvia, o si la vegetación que no veo en mis calles asfaltadas es capaz de retener el suelo para que literalmente no se nos venga encima.
Son los imprescindibles intangibles que, sin embargo, más trabajo nos cuesta valorar, y que nos tenemos que recordar para reconocer el valor de lo natural más allá de lo obvio:
- La captación y filtración de agua
- La mitigación de los efectos del cambio climático
- La generación de oxígeno y asimilación de algunos contaminantes
- La protección de la biodiversidad
- La retención de suelo
- El refugio de fauna silvestre.
Y todos estos beneficios indispensables para la vida tienen unos guardianes más indispensables aún, unas personas valientes que los protegen, una gente generosa que los garantizan: la población rural. Esa misma población que está desapareciendo lentamente. Así que deja de creer que el abandono de los pueblos no te afecta.