Lugares comunes

La importancia de las relaciones sociales, la cultura local y el ocio como formas de cohesión y encuentro en las pequeñas comunidades rurales

Este fin de semana me he despertado con las voces de las mujeres y el ruido de una matanza en la calle. Son sobre todo las mujeres quienes, mediante lazos familiares y vecinales, se reúnen para llevar a cabo toda la faena posterior a la muerte y el despiezado de los cerdos. Durante varios fines de semana en Cortelazor, a lo largo del invierno, en casa de unas y de otras, ellas se juntan para ayudarse y compartir su tiempo. El trabajo funciona así como un catalizador de la vida social femenina en el pueblo.

Cuando salgo a la calle, hay cierta animación en los comercios y los bares, propiciada por el sol de invierno y la presencia de unos cuantos turistas y algunas familias que tienen en el pueblo su segunda residencia. La plaza se encuentra especialmente concurrida. Para bien o para mal, los bares condicionan en este espacio la vida social de hombres y mujeres de todas las edades.

Este trasiego de gentes contrasta con la serenidad que se vive durante el resto de la semana. Si nos asomamos cualquier mañana de diario, es probable que sólo encontremos abierto, más por la fuerza de la costumbre que por el volumen real de negocio, uno de los dos bares que hay en la plaza, con apenas un par de mesas junto a las escaleras de entrada y un público muy concreto y poco numeroso: masculino, de edad más o menos avanzada, casi siempre jubilados que tienen en el bar su espacio de encuentro.

¿Dónde están las mujeres en estos días tranquilos y solitarios? Me refiero sobre todo a esas mujeres mayores que se prestan ayuda y compañía durante la matanza y que, supuestamente, ya no están en la edad de trabajar, aunque muchas sigan llevando a cabo las diversas tareas asociadas al campo, dividiendo su tiempo entre la casa, la huerta y los animales. En el caso de estas mujeres, sus lugares comunes o espacios de encuentro (la tienda, la frutería o simplemente la puerta de casa) resultan dispersos, sujetos a las contingencias de las tareas diarias.

Cuando los senderistas y los residentes del fin de semana han vuelto a la ciudad, mientras los pocos niños que han quedado se encuentran en el colegio y sus padres y madres en los trabajos, nos encontramos con la realidad de una población notablemente envejecida, que vive prácticamente ajena a los espacios de encuentro frecuentados por los más jóvenes, espacios que no se hallan, desde luego, dentro del emplazamiento físico de este pueblo pequeño y aislado, es decir, la cibercultura que se genera en la red.

Tenemos entonces a una población mayoritaria (por encima del 60 o el 70%) que, a pesar de que exista un espacio público como Guadalinfo, donde se presta el servicio de conexión a Internet, nunca ha utilizado el correo electrónico ni sabe lo que son las redes sociales. Cierto es que los diferentes programas de ayuda han contribuido a dotar al mundo rural de nuevas infraestructuras tecnológicas que podrían paliar esta ausencia de comunicación entre esta mayoría aislada (quizás habría que preguntar a nuestros mayores si es así cómo ellas y ellos se sienten) y una minoría rural para quienes internet debería ser mucho más que una herramienta de comunicación que nos acerca al mundo que está más allá de nuestro pueblo o región. ¿Puede esta falta de cohesión generar una ruptura dentro de las comunidades rurales?

La verdad es que estos hombres y mujeres, inmersos en el eterno retorno de las estaciones, no emplean el teléfono móvil o el ordenador porque tampoco se han creado esa necesidad. Del mismo modo, un número importante de las personas más jóvenes, quienes viven las nuevas tecnologías como un proceso de emancipación, puede que no sientan de manera implícita la obligación de atender los quehaceres del campo inherentes a cada momento del año.

Es importante, para que esta ruptura no suponga una pérdida para unos y para otros, cohesionar a una comunidad rural rica en tejido cultural. Los pueblos, en mayor o menor grado, ya han sido dotados de tecnologías y de espacios públicos que posibilitan el encuentro. En el caso de Cortelazor, además de la plaza, el centro de mayores, el club de los jóvenes y el local de la asociación de mujeres, existe el Museo de Pintura José Pérez Guerra y el Centro Cultural Blanca Candón, donde se aloja una modesta biblioteca, el servicio de Guadalinfo y una sala de proyecciones en la que muy raramente (y cada vez menos, en perjuicio de los vecinos y vecinas que apreciamos el cine y la cultura) se programan películas, documentales y otros eventos.

La falta de espacios no es obstáculo para facilitar una nueva cultura popular, más participativa y democrática. Tiene que ser la propia comunidad la que demande unas actividades socioculturales de calidad. Tienen que ser los órganos de gobierno, en este caso los ayuntamientos, quienes impulsen esa demanda aunando el conocimiento y la cultura con la disponibilidad de recursos tecnológicos y espacios, posibilitando los procesos socioculturales de una manera clara y libre.

 

Foto de Carmen Morales.

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