Por Bruno Pastor,
En algún momento hace unos miles de años nuestros antepasados neolíticos, como los que habitaban las colinas del Aljarafe, comenzaron a controlar las cosechas y a domesticar los animales. Poco a poco, a través de este largo proceso nuestros ancestros fueron tomando por primera vez algo de control sobre su destino.
Esto dio lugar a una sociedad sedentaria y agrícola, capaz de controlar las cosechas y almacenar los excedentes: se trata del origen de nuestra civilización. Fue entonces, hace unos 5.000 o 6.000 años, cuando nacieron las ciudades, como resultado de una condensación creciente de los núcleos de población que hasta entonces permanecían dispersos, formando una red e incrementando el flujo de materia, energía e información de la misma.
La ciudad se comporta además como un catalizador de la economía, ya que permite la especialización de los individuos que las habitan en diferentes tareas, de manera más eficiente y organizada.
El físico y biólogo Ricard Solé compara la ciudad con un organismo enfrentado a un medio variable, ya que esta desarrolla una frontera bien definida con el exterior, lo que le ofrece el potencial de mantener la estabilidad frente a cambios externos, garantizando la supervivencia de sus habitantes más allá de los caprichos del clima o una mala cosecha.
En términos energéticos, queda claro que las ciudades se comportan como sumideros de recursos y energía, y el mundo rural a su vez como fuente de los mismos.
La ciudad posee un metabolismo en un sentido bastante apropiado del término, ya que es posible cuantificar las entradas y salidas de energía y materia (…) la ciudad se comporta a menudo como un organismo vivo, en crecimiento y expansión, extrayendo energía de su entorno y cambiando a medida que envejece o se renueva (Ricard Solé, 2012: pg177).
De modo que el empleo de la energía y demás recursos en las ciudades va a determinar su éxito o fracaso.
En este punto estamos en condiciones de comprender una clave fundamental del problema: Nuestras ciudades modernas requieren flujos enormes de materia y energía para crecer y mantenerse. Esta demanda, siempre creciente, amenaza de manera cada vez más evidente con romper el frágil equilibrio entre los mundos rural y urbano, y en consecuencia, comprometer su propia supervivencia.
Aunque si bien es cierto que las necesidades de nuestras inmensas ciudades pobladas por rascacielos son un hito en la historia de nuestra civilización, cuando observamos cálculos de realidades aparentemente muy alejadas de la nuestra, como la construcción del Coliseo de la antigua Roma, es posible que tomemos conciencia de la frágil naturaleza de este equilibrio.
Insostenibilidad urbana
La aceleración del desarrollo urbano, y el exponencial crecimiento demográfico de las últimas décadas, han permitido cosas positivas como el desarrollo de nuevas tecnologías. Pero si miramos más de cerca puede que lo que veamos nos perturbe, y es que muchas de las grandes metrópolis de nuestro planeta están formadas en su mayor parte por suburbios donde millones de personas malviven en condiciones lamentables.
La globalización, si bien es cierto que ha traído algunas cosas positivas, como resultado último, y de la mano de una economía inhumana y feroz ha supuesto la depredación de los recursos naturales, y en consecuencia el empobrecimiento de las sociedades rurales, lo que en muchos casos ha supuesto simplemente su destrucción.
La búsqueda de oportunidades en estas grandes urbes suele ser un viaje solo de ida para muchas personas en todo el mundo, que dejan el mundo rural desesperadas, y en muchos casos resignadas a perecer en ciudades dispuestas a devorarlas y regurgitarlas simultáneamente. Hay muchas ciudades que emergen de la nada, en muchos casos de manera artificial, como Hong Kong, Singapur o Dubai, con necesidades energéticas tan elevadas que solo pueden suplirlas con un comportamiento depredador y sin demasiados escrúpulos.
Para abordar la problemática que azota al mundo rural es necesario tener una visión global del sistema que conforman los pueblos y las ciudades, observando cuál es el rol que juega cada uno en esta red de fuentes y sumideros de energía y recursos.
Acostumbrados a vivir en un mundo de garantías, quizás muchos opten por adoptar una actitud de indiferencia hacia este problema, pero como ya hemos visto con la pandemia del Covid, el equilibrio que permite estas garantías es más frágil de lo que imaginamos, y descuidar esta problemática puede tener consecuencias devastadoras.
Solo una gestión eficiente que contemple ambas realidades desde la sostenibilidad, será efectiva a la hora de restaurar el equilibrio y rediseñar el paradigma mundo rural-ciudad. Por el contrario, obviar alguna de las partes, como se ha venido haciendo con el mundo rural, puede suponer el colapso del sistema como lo conocemos, con consecuencias traumáticas e irreversibles.
Restaurando el equilibrio rural-urbano
Estos son 5 puntos clave para restaurar el equilibrio desde el mundo rural, siempre mirando al futuro:
- El medio rural tiene que cubrir una serie de ofertas laborales y académicas diversas, desde la producción de recursos básicos hasta opciones de teletrabajo.
En este sentido, si se reorganizan los recursos productivos, algo que por otro lado es inevitable, y cambia el modelo de consumo, se fortalece la economía local. Si a esto se le añaden las nuevas formas de trabajar y formarse a distancia y en el ámbito digital, se podría alcanzar un nivel de especialización y eficiencia comparable al que antes solo ocurría en las ciudades. De esta manera gracias a las tecnologías esta especialización puede descentralizarse. Un fenómeno actual que ejemplifica esto son los denominados nómadas digitales: profesionales que tan solo necesitan de conexión a internet para trabajar y que por tanto no tienen por qué permanecer en un lugar.
- Debe preservar y restaurar los recursos naturales.
- Debe de tener un modelo de gestión que no ponga en pocas manos la totalidad de los recursos de producción y explotación.
- Debe fomentar la producción y el consumo local.
- El mundo rural debe ofrecer oportunidades, y la promesa de una vida mejor.
Esto último puede parecer obvio, pero por mucho que el nuevo modelo de mundo rural solucione sobre el papel los problemas del modelo anterior, si no se materializa en la forma de una promesa lo anterior es en vano, como la paradoja del árbol al que se lleva la tormenta pero nadie lo oye.
Como podemos observar todos estos puntos están en consonancia los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Otra observación pertinente debido a los recientes acontecimientos, es que la pandemia del Covid-19 está terminando de poner los clavos en el ataúd de un modelo de producción y consumo que se encontraba precipitándose al vacío a cámara lenta, mientras todos éramos testigos, presentes de cuerpo pero a virtud de las corrientes de nuestro tiempo.
La pandemia, como lo han hecho otros eventos devastadores similares a lo largo de la historia, ha actuado como catalizador de esta muerte anunciada. Y esta caída brusca e inesperada del telón ha dejado al desnudo la naturaleza parasitaria de algunos, pero también ha supuesto para otros una ruptura con la banalidad del mal que veníamos practicando con nuestra pasividad.
En este nuevo mundo que dejará la pandemia el futuro es incierto, es un futuro abierto, y en el fondo solo tenemos dos opciones. Construir el mundo que soñamos desde la esperanza, o ser víctimas del miedo. Y esta elección determinará de manera irreversible el futuro de nuestra especie.
Fuente principal: Ricard Solé, Vidas sintéticas, 2012.